El viejo en la montaña

La forma correcta de leer este libro Luciano Lamberti

Leer La montaña es como estar en medio de la creciente de un río, ahogarse por momentos, y por otros salir a flote y mirar el cielo y las caras de los que están en la orilla, que te consideran perdido y acabado. Una experiencia casi física, más que intelectual; está cuidadosamente diseñada para eso: para marearse, para perderse. Su lectura, por otro lado, es mucho más efectiva de un tirón. Hay que leerlo entero, de principio a fin, de una vez. No lleva mucho, una hora o una hora y media. No es tanto tiempo, comparado al que le dedicamos a otros asuntos mucho menos existencialmente densos que este. Yo tuve la suerte de poder leerlo entero en la sala de espera de un dentista, mientras aguardaba mi turno para un tratamiento de conducto, y la suerte todavía mayor de aprovechar el tiempo sin diálogo posible (más que los gemidos que anuncian: estoy sintiendo dolor) que duró el tratamiento para dejar que se me asentara, para procesar un poco con mis tristes materiales lo que acababa de pasar y para ausentarme también de ese “eso” que me había pasado por encima, o por adentro. Se puede leer así, o se puede leer en casa, lejos de la intromisión del mundo, o se puede leer durante un viaje, que es la mejor forma de leer cualquier clase de libro: rodeado de desconocidos en un ómnibus en medio de la llanura, portando la única luz en kilómetros a la redonda, o en el asiento anónimo de un avión, con los ojos apunados, mirando cada tanto las nubes que pasan por la ventanilla.

La visión de un niño

Jean-Noël Pancrazi, el autor de La montaña, vivió la guerra de Independencia de Argelia en carne propia en sus diez primeros años de vida. Su partida, junto con su familia, hacia Francia, coincide con los acuerdos de Evián que le ponen fin al conflicto en 1962.

Borges decía que nunca había salido de la biblioteca de su padre; dentro de la variedad de sus libros, Pancrazi no logra salir nunca de la experiencia de la guerra, que vuelve una y otra vez en lo que escribe. Tras haber estudiado en La Sorbona, en 1979 publica su primera novela, La mémoire brûlée. Le siguen Lalibela ou la mort nomade (1981), L’heure des adieux (1985) y Le passage des princes (1988), libros en los que oscila entre retratar la noche parisina, especialmente en su vertiente gay, y retratar su infancia desolada en Argelia, especialmente en relación con el horror. En 2003 recibe el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, y también es condecorado con la Legión de Honor, entre otras distinciones. Mientras tanto, escribe una docena de novelas y se abre paso de modo sutil y enérgico a la vez en la escena literaria francesa.

Hay por lo menos dos novelas en las que la guerra está en primer plano. La primera es de 1995, se llama Madame Arnoul y retrata los vertiginosos días que dieron comienzo a la guerra, aunque, como en cualquier conflicto, sus causas se extiendan hondo en el pasado y sus consecuencias se desgranen hacia el futuro. La segunda es La montaña. La montaña se publica en 2012, y alude a la muerte, durante los atentados, de seis niños compañeros de colegio del protagonista.

Una de las escenas es clave: los chicos están por ir a la montaña en una camioneta, lo invitan a subir, pero el pequeño protagonista se arrepiente, rechaza la invitación y salva su vida. No se crea, sin embargo, que es una novela con principio, medio y final. El incidente, la tragedia íntima, está tan disuelta en la trama que es arrastrada por los otros elementos y forma parte del mismo remolino: un efecto magnético. El narrador es un chico y un adulto que se mira de chico, que ha nacido con la guerra y al que la guerra le parece, en cierto sentido, natural y parte del paisaje, y puede ser capaz a la vez de desnaturalizarla, de evaluar sus efectos. El hombre y el chico hablando juntos, mixturados como en un experimento fotográfico.

El hombre, el que se lee, el que recuerda y el que sufre, se acerca mucho al Pancrazi de sesenta y nueve años que ha cosechado elogios y traducciones en todo el mundo, todavía portador de unos ojos que oscilan entre un turquesa muy claro y un celeste infantil, viviendo en París como un señor amable y viviendo en Argelia como un niño la pérdida de sus amigos.

La experiencia real de la guerra

La guerra de Argelia puede compararse a la de Vietnam, en un sentido: fue el enfrentamiento entre una guerrilla relativamente pequeña contra un gigantesco país colonizador como Francia, un conflicto en el que a fuerza de insistencia, paciencia, técnica y una buena cantidad de muertos, la guerrilla termina por imponerse. Duró una cantidad desmesurada de tiempo: ocho años, de 1954 a 1962, hasta que Charles de Gaulle, en su afán de crear la Quinta República, le dio fin, declarando a Argelia un país independiente.

Fue, por un lado, una guerra anticolonialista y nacionalista contra la ocupación francesa en Argelia, que databa de 1830 y, por otro, una guerra civil entre distintas facciones separatistas, de las cuales la más importante –y que terminó siendo vencedora– fue el FNL (Frente Nacional de Liberación de Argelia), cuyo creador, Mohammed Boudiaf, sería elegido presidente en 1992. Una guerra de guerrillas, de atentados más o menos ciegos y de réplicas estatales feroces. Los franceses recurrieron a la tortura para obtener información acerca de la guerrilla, inaugurando métodos tristemente célebres para nuestra historia, que los replicó durante la última dictadura militar argentina.

Se calcula que durante los enfrentamientos murieron 33.000 franceses y un número superior de argelinos: el FNL habla de un estimativo de un millón de personas. El fin de la guerra significó la expulsión de alrededor de un millón de colonos de ascendencia europea (francesa, italiana, española), así como también de miembros de minorías religiosas como los judíos. Este breve resumen no tiene en cuenta problemas de larga data histórica (la ocupación francesa se remontaba a los tiempos de Napoleón), cuestiones raciales más profundas como la del islamismo, la importancia de la Segunda Guerra Mundial en el comienzo del conflicto o el significado de las diferentes batallas, a las que el adjetivo de “sangrientas” o “inhumanas” les queda pequeño. Sirve, sin embargo, para dimensionar algo que en La montaña está bastante claro: la experiencia del horror, que alcanzó en esos ocho años una magnitud pocas veces vista en la historia del mundo, y sus enloquecedoras consecuencias para la visión de un niño, que seguirán replicándose durante el resto de su vida, una y otra vez, como en una versión privada, íntima, del infierno.

La montaña es la montaña

Saer decía que quería escribir poesía como si fuera prosa, y al revés. Su único libro de poemas se llamó El arte de narrar, y sus novelas, con su maniaca descripción de cada detalle y el ritmo de su prosa, podrían leerse como largos poemas. He aquí una novela que a Saer le hubiera gustado. Una novela donde el ritmo, la profusión de detalles y un tratamiento de las inexplicables imágenes de la infancia, se mezclan con prosa aérea, sutil cuando debe serlo; pornográfica cuando la situación lo amerita.

A pesar de su brevedad, La montaña está escrita en forma de frases largas, que se atropellan unas a otras como si no alcanzara el tiempo para pronunciarlas. Es como si rompiera, sin proponérselo, el molde narrativo de la novela y la nouvelle, usando las palabras para excavar un túnel o guiarse en la selva de lo real. Se guía con dos linternas: la del niño narrador inicial (que termina siendo un adulto sin nombre que vive en hoteles y no puede encontrar su hogar) y la de la guerra de Argelia en todas sus implicaciones: desde el terror íntimo, imaginario, paranoico, hasta la visión de los cuerpos tirados en los espacios públicos; desde bombas reales, hasta las sutiles consecuencias en términos raciales y religiosos. Es una novela corta en forma de espiral, de remolino que queda en la bacha después de lavar los platos, de galaxia, de hormiguero. Hace pensar en esas largas prosas señoriales a lo Faulkner, por un lado, pero también en los monólogos enloquecedores de Thomas Bernhard o de algún personaje de Bolaño, con sus descripciones de escenas violentas y terroríficas. Lo que lo distingue de todos ellos es, sin embargo, algo que podríamos llamar la levedad de esa voz, que camina con delicados pies orientales, y es medida en la presentación de las escenas. A pesar de hablar hasta por los codos, el que narra tiene una cualidad que no es menor: la de saber callarse a tiempo, la de hacer mutis cuando las cosas han sido dichas.

La montaña podría leerse, en cierto sentido, como una jazz session (aunque no haya nada de improvisado en esas palabras), y también como el monólogo alucinado de alguien que perdió las referencias espaciotemporales. Pero la mejor forma de definirlo es como la expresión de la guerra: de las consecuencias mentales y espirituales de la guerra, de la injerencia de la guerra en el lenguaje y en la mente, de la destrucción de una consciencia a partir de la guerra. Porque así es como termina: con un escritor roto sentado en la cama de un hotel.

Los dueños de la tierra

Hay algo de de bíblico en una montaña como telón de fondo. Porque así es como aparece: como un elemento constante y vacío a la vez, lo que lo llena de significado, y nuevamente podemos pensar en Faulkner y sus salvajes palmeras en el contexto de la crecida del Misisipi y del desarrollo y la posterior destrucción de una pareja heterosexual, en gran medida gracias a un aborto. La montaña aparece acá y allá como un elemento opaco, que al llenarse de tanto significado se vuelve un símbolo de quien lo mira, como la única insinuación religiosa para un mundo sin Dios. La montaña es “ese lugar prohibido”, un lugar luminoso, “desierta y sombría”, el lugar donde se combate o se esconden los soldados, “sus tesoros, sus escarabajos y sus miles de piedras lunares”. La montaña es la tierra arrasada, la tierra yerma de Elliot, donde no crece ni la menor plantita, el castigo de los hombres por haberse desviado de la naturaleza. La montaña recuerda a aquella de la que Moisés bajó con las Tablas de la Ley, y ¿quién es Moisés sino el rey de los exiliados, aquel que vio de lejos pero no pudo entrar nunca a la Tierra Prometida? ¿Y quién es el pueblo al que Moisés fundó sino los reyes de la diáspora, las esquirlas de una explosión que alcanzaron el mundo entero en su huida? Los temas de la novela son muchos, pero son, sobre todo, dos, que en realidad son uno: el tema del exilio y el de la memoria.

Exiliados son unos pocos, pero todos estamos en tierras extrañas desde que abandonamos la casa natal. El conflicto del protagonista de La montaña es entender que una vez abandonado ese lugar, ya no conseguirá otro nunca más. La imposibilidad de recuperar la tierra perdida. La imposibilidad de volver al hogar. La sensación de vivir de aeropuerto en aeropuerto, o de avión en avión, sin pisar nunca tierra firme. A los nueve años le dicen que, a semejanza de Michelle, una vecina, sus padres tienen la intención de enviarlo a Francia; él, en principio, se opone: “mi deseo era permanecer con ellos en esa tierra que también era mía y de la que no quería despedirme solo”.

La posibilidad de tener una tierra, un lugar donde asentarse, un país que pueda considerarse propio, es su condena, pero también la de los suyos. La guerra los expulsó de Argelia, y se terminó cuando se estaban yendo, pero todos sabemos que las guerras, especialmente una como esa, nunca se terminan del todo. El que vio la guerra, parece decirnos La Montaña, la seguirá experimentando por el resto de su vida, por más que el paisaje cambie alrededor.

En ese sentido es que podemos entender la estructura del libro. La montaña es la transcripción fiel de la memoria del protagonista. Así ha quedado después de tantos años: rota, revuelta, como una bolsa de basura atacada por los perros. Así debe contarse, entonces, como una sucesión casi sin cortes de detalles que develan poco a poco un centro oscuro, eso de lo que no se puede hablar, ese umbral donde el niño pasa de golpe a ser un viejo. Si La montaña, como cualquier libro protagonizado por un niño, es una novela de iniciación, lo es en términos del forzamiento de los géneros que siempre producen las buenas almas de este mundo. El niño que pasa a ser viejo sin solución de continuidad y cuyo aprendizaje es siempre el de la ausencia, la pérdida y el desencanto.

El protagonista, o el escritor ya viejo que no puede asentarse, trata de reconstruir su infancia como si ya estuviera muerto, porque en cierta forma lo está: si se hubiera subido a la camioneta con esos chicos, él sería uno de ellos, estuvo a un pelo de morir, y la vida que le sobrevino a esa falsa muerte fue muy parecida a la versión clásica de un fantasma. Alguien que trastabilla de lugar en lugar, sin recordar quién es, tratando de purgar viejos pecados inolvidables.

La montaña es, entonces, un destino común: el de los exiliados, el de los que no tienen un lugar sobre la tierra, el de los que miran los restos de su memoria como un rompecabezas al que le faltan pedazos.

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