Sobre La felicidad, como el agua



Retrato de mujeres solas

Ana Ojeda

Este es un libro serio. Porque así escribe Chinelo Okparanta, nacida en Port Harcourt, Nigeria, en 1981, y emigrada junto a su familia a la edad de diez años a Estados Unidos. Sobre mujeres que sufren en silencio, solas, mujeres a las que no hay poder en el mundo que las pueda ayudar. Sus relatos nos dejan sumides en la doble sensación de reconocimiento y espanto. Las violencias, simbólicas o reales, que pueblan estos relatos, lejos de ser inauditas, resultan cercanas, casi obvias, evidentes. No porque en el Río de la Plata sepamos de matrimonios arreglados o de curaciones chamánicas performadas por dibias, más preocupadas en solucionar el “problema” de la ausencia de un embarazo que de entender (y erradicar) el dolor causado por la penetración en un vínculo arreglado o querido intelectualmente porque #deber, o “lo que corresponde” o lo que mi mamá quiere para quedar bien con sus amigas.

Las historias de Okparanta narran a mujeres de clase media atrapadas en una mortaja de mandatos. Violencias que se les imponen para inmovilizarlas, despotenciarlas, minorizarlas, violencias vehiculizadas por (acá lo inesperado) sus madres.

Tildaría de “luminoso” este hallazgo, si no fuera tan triste, tan conmovedoramente real. Las peores enemigas de sus hijas, en estos relatos, son sus madres, que las rondan, las empujan, las obligan por acción u omisión a tomar decisiones que las narradoras rechazan o rechazarían, si pudieran, si les dejaran ese margen. Ejercen sobre ellas una violencia simbólica notable, poniendo siempre por delante lo que se espera de ellas, la obligatoriedad de reproducción del statu quo, antes que los deseos de las que así someten para que no sobresalgan, para que no sean objeto de la comidilla común. Para volverlas invisibles, esperables, obvias. En este libro las madres son la policía del deber ser, que ejecuta casi con alegría los mandatos patriarcales que, como la ley de Kafka, queda en un más allá inaccesible, incuestionable, incomprobable. Pero que existe, existe. Y aprieta.

La espiritualidad está presente en estos relatos, ya sea regulada por distintos tipos de religiones (Testigues de Jehová, evangéliques, católiques), ya sea en ritos curanderiles-chamánicos, a los que se acude en paralelo con las versiones más formales de la fe. Total: a lo sumo no funcionan. Se desestiman, ni siquiera se perciben, los costos psicológicos de permitir que estas creencias rijan comportamientos y esperanzas de quienes las sostienen. En uno y otro caso, los ritos están al servicio de la violencia de los cuerpos de las mujeres, pavimentan el camino de encontrarlas siempre en falta. Destaca en este panorama el caso de Nneoma en “¡Cuento, cuento!”. En una inversión patológica de Scherezade, cada vez que Nneoma deshilvana su relato no es para vivir sino para matar a quien escucha absorta. Y embarazada. A pesar del patetismo de su situación, de su necesidad imperativa de vástague, no concita nuestro entendimiento o simpatía porque: es una mujer, debería haberlo resuelto mejor, de otro modo. Es una mujer y no cuenta con nosotres, está sola. Eso parecen decir todos los cuentos de este primer libro de Chinelo Okparanta.

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La migración no modifica este estado de la cuestión. En Estados Unidos la opresión se multiplica porque las mujeres pasan a ser una especie de derecho adquirido de los migrantes con derechos, que son sus parejas hombres. En “Refugio”, madre e hija víctimas de los golpes y abusos de un estudiante de ingeniería en la Universidad de Boston –igualmente emigrado– arriesgan todo lo que tienen y son para llegarse a “Un nuevo comienzo”, ONG comprometida con la erradicación de la violencia doméstica, solo para descubrirse desahuciadas: si hicieran abandono de hogar, pasarían a ser ilegales deportables a su país de origen (Nigeria). Si volvieran a Port Harcourt por sus medios, sería para volverse parias de una sociedad que no ve con buenos ojos el deseo femenino de una vida digna, libre de violencias.

Es inevitable entender a estas mujeres tan vapuleadas y a la vez sentir repugnancia por ellas en su rol de capatazas de plantación esclavista: el instrumento de la domesticación de aquellas que nacen libres.

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La felicidad, como el agua está organizado en dos tramos sin marcación. El primero se desarrolla en Port Harcourt, el segundo en distintos puntos de Estados Unidos. Para las mujeres que narran, de todas formas, el contexto es irrelevante. No se relatan en estas ficciones las dificultades de adaptación, la aculturación o transculturación. Más bien se avanza a paso firme como si las declinaciones de la aclimatación a un contexto extraño fueran irrisorias al lado de los dramas de la convivencia con varones. “La pareja heterosexual es un factor de riesgo para la vida de las mujeres”, dijo Marta Dillon y estos cuentos le dan la razón. En Nigeria o en Estados Unidos, las mujeres de estos cuentos sufren a manos de sus compañeros y de sus propias madres. Se las empuja, contorsiona, dobla y obliga hasta que, desarmadas, colaboran con un sistema que las oprime.

Estos cuentos componen un estudio filoso de las distintas opresiones que sufren los cuerpos con vagina, violencias que se ciernen sobre ellos sean argentinos o nigerianos, migrantes o aborígenes. Eso impacta: el nivel de ubicuidad del maltrato. En la línea de lo mejor de la narrativa de Boedo, con agenda y conciencia social, Chinelo Okparanta arma un rompecabezas meticuloso en el que cada cuento desnuda un arquetipo de sometimiento. Leerla es una experiencia que deja marcas.

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